jueves, 6 de marzo de 2014

Querido Diego, te abraza Quiela

Octubre de 1921. Angelina Beloff, pintora rusa exiliada en París, envía una carta tras otra a su amado Diego Rivera, su compañero desde hace diez años, que la ha dejado abandonada y se ha marchado a México sin ella. Angelina, a quien Diego se dirige con el diminutivo de Quiela, fue la primera esposa del muralista mexicano y una excelente pintora, eclipsada por el genio de su marido. Su relación, marcada por la pobreza y por la tiranía de Rivera, fue tormentosa, y la adoración de Quiela, incondicional. Brutal, ególatra, irresistible, Rivera se nos dibuja como un monstruo que hace su voluntad en el arte y el amor. «Ella me dio todo lo que una mujer puede dar a un hombre», diría Rivera. «En cambio, recibió de mí todo el dolor en el corazón y la miseria que un hombre puede causarle a una mujer».

***

Querida Quiela,

He leído las doce cartas que Elena Poniatovska escribiera en tu nombre para tu Diego Rivera (once inventadas y una, la última, sacada de la biografía que Bertram Wolfe hiciera sobre tu amado pintor). Impedimenta las ha publicado ahora, casi treinta años después de que vieran la luz por vez primera, en un libro tan íntimo y frágil que da pudor leerlo en voz alta. Y es que esas doce cartas comprenden nueve meses en los que gestas con tu ignorada llamada el más desesperado de los cantos de amor-dependencia.

Mientras leía tus primeras misivas pensaba: “Maldito Diego”. El agónico silencio de tu correspondencia no correspondida llega a doler al lector de verdad. Muy pronto uno se da cuenta de que lo vuestro, o mejor diría lo tuyo (admítelo de una vez: estás sola en esto), no es un amor sano ni recomendable.

En realidad, el querido Diego no es el protagonista de esta breve novelita epistolar, ni siquiera lo eres tú, pobre y abandonada Quiela. El auténtico protagonista de estas páginas es el hueco que hay en ti, en tu vida, ese vacío insalvable que se te adentra en las entrañas que una vez albergaron al hijo concebido y no han vuelto a sentir la caricia humana, ni dentro ni fuera. Confiésalo, Quiela, el vértigo te impide asomarte al precipicio y continuar tu camino sin él, sin Diego y sin Dieguito, carne de tu carne que no ha dado más frutos. Por eso, cuando se leen tus cartas, por encima de la rebelión de sentimientos que provoca tu actitud de amante sumisa y entregada, es imposible abandonar el libro, aunque solo sea por acompañarte, por llenar un poco ese espacio que reclamas a tu amado, por no ser tan ingrato como el despiadado Diego que no te responde. Se leen tus cartas, privadas, íntimas, desesperantes y desesperadas, y se compadece uno de ti, pobre diegodependiente, cegada por su propio sentimiento, empeñada en abrazarse a alguien que ni está ni se le espera... Y ahora soy yo la que confiesa: cuando avancé en la lectura de tus cartas y supe más de ti y de Diego, de tus anécdotas en el frío y hambriento París de los años 20, mi pensamiento mudó: “Maldita Quiela”.

Pero no te ofendas porque, al final, malditos seamos todos. En verdad no se trata de ti, Angelina Beloff, ni de Diego Rivera, sino de la debilidad humana, del miedo que alguna vez nos atenaza a cualquiera. Ese insistente abrazo tuyo al pintor que no quiere ser parte de tu lienzo, en el fondo, es el refugio seguro que todos hallamos alguna vez en la vida en una persona-posición-lugar-situación determinada y del que nos resistimos a prescindir por no enfrentarnos al tambaleo de la tierra que nos aguarda bajo los pies. Elena Poniatowska no ha podido retratarlo mejor. Maldita fragilidad.
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